Aún no se han visto, pero ambos han protagonizado un intenso y largo idilio. Durante las elecciones, el Kremlin jugó sucio a favor de Trump. Diseminó información falsa en las redes sobre Hillary Clinton y saqueó los ordenadores del Partido Demócrata. Esta intervención, según los servicios de inteligencia estadounidenses, fue ordenada por el mismo Putin y supuso la “mayor operación conocida hasta la fecha para interferir” en la vida política de Estados Unidos.
El ciberataque motivó la apertura de una investigación criminal que, tras acabar con la carrera del consejero de Seguridad Nacional, ahora mismo apunta a la Casa Blanca. Pero ni con esta presión, Trump ha criticado directamente al presidente ruso. Al contrario, le ha defendido incluso cuando le han recordado el oscuro pasado de Putin. “Nosotros también tenemos muchos asesinos. ¿Qué se cree? ¿Qué nuestro país es tan inocente?”, ha respondido el presidente.
En esta luna de miel, el mayor encontronazo se dio a principios de abril con el bombardeo de Estados Unidos a una base aérea del régimen de Bachar El Asad. Washington decidió lanzar los misiles tras considerar probado que el régimen sirio había empleado armas químicas contra la población civil. Rusia, previamente alertada del ataque, salió en defensa de su protegido y rechazó las acusaciones. “Se trata de una agresión contra un Estado soberano que infringe las normas del derecho internacional con un pretexto inventado”, afirmó Putin.
El choque derivó en un agrio cruce de acusaciones en el Consejo de Seguridad de la ONU, en la retirada de un pequeño acuerdo de cooperación aérea en Siria y en la constatación de que ambas potencias discrepaban sobre el futuro de El Asad. Pero el pulso tampoco fue mucho más lejos.
Ni Putin ni Trump se atacaron directamente. Y los intereses estratégicos permanecieron intactos: Estados Unidos y Rusia mantienen su intención de cooperar en la lucha contra las bases terroristas del ISIS.
En este contexto, la llamada de hoy, la tercera desde la investidura, intenta devolver a su cauce la relación. Para ello, Trump echó por tierra las directrices heredadas de Obama e hizo el gesto de enviar un representante a las conversaciones sobre alto el fuego en Siria que se desarrollarán el 3 y 4 de mayo en Astaná (Kazajistán).
De mayor trascendencia fue la reactivación del debate sobre las zonas seguras en Siria. Estas áreas tienen como fin garantizar la protección de los refugiados que huyen del ISIS. Su defensa implica la creación de una zona de exclusión aérea y presumiblemente el despliegue de tropas estadounidenses. Un paso que supondría un giro en la estrategia americana y que Administración Obama evitó durante años por miedo a verse atrapada en el laberinto sirio.
La visión de Trump es distinta. En su lucha contra el ISIS busca el apoyo ruso y está dispuesto a aumentar su implicación militar. “Los presidentes Trump y Putin coincidieron en que el sufrimiento en Siria ha ido demasiado lejos y todas las partes deben hacer lo que puedan para acabar con la violencia”, señala el comunicado de la Casa Blanca.
Con la llamada y sus incipientes avances, el torbellino desatado por el bombardeo queda atrás. Ambos mandatarios vuelven al punto anterior y Trump, cuya admiración por los autócratas es conocida, ya puede dar rienda suelta a su anhelado plan de trabajar con Putin. Bajo la nueva dinámica, los dos presidentes acordaron estrecharse las manos en la cumbre del G-20 que se celebra en Hamburgo (Alemania) entre el 7 y 8 de julio. Será un encuentro histórico. Y posiblemente el inicio de una alianza. (El País).